
Exhumar un cadáver es un nuevo comienzo, tanto para los vivos como para los muertos: Cristina Rivera Garza.
La colegiada se refirió a las pesquisas que realizó para escribir “Autobiografía del algodón”, donde da nombres a sus ancestros, enterrados en fosas comunes.
Madres, hijas, esposas, ya estaban contabilizando a sus familiares desaparecidos antes de que el Estado creará la Comisión Nacional de Búsqueda, afirmó.
La exhumación de un cadáver no presupone “un cierre de cuentas”, por el contrario, significa “un nuevo comienzo”, estimó Cristina Rivera Garza. La escritora, integrante de El Colegio Nacional, no se refirió específicamente a los cuerpos que llenan las fosas clandestinas aparecidas en México en los últimos días, aunque también esos muertos estuvieron presentes durante la última conferencia de su ciclo Táctil.
“Lo que voy a tratar aquí está, por supuesto, relacionado con fosas comunes, pero no es un trabajo ni un ensayo acerca de Teuchitlán. Yo creo que eso merece mucho tiempo, merece mucha atención, por supuesto, y como todos, supongo, estoy poniendo toda la atención del caso y participando de un duelo que nos toca a todos muy de cerca también”, señaló en el Aula Mayor de la institución.
La colegiada explicó que decidió dejar el título de “Fosa común” a su ponencia para referirse a esos sitios “que se producen cuando las familias no tienen suficientes recursos para poder financiar una tumba individual”. Lugares con los que se topó al investigar y escribir su libro Autobiografía del algodón (2020).
En el otoño de 2019, contó, cuando trabajaba para ese libro, una tarde descubrió “que no pocos de mis familiares de inicios del siglo XX habían sido enterrados en fosas comunes”. En ese momento “abrí la ventana de par en par, entonces los escuché. Los árboles no solo bailaban una danza de siglos, sino que, entre movimiento y movimiento, mientras se tocaban con delicadeza, incluso con cautela, algo se susurraban”.
Después, sin comer, decidió tomar la bicicleta y pedalear hasta su casa. Cuando estaba a punto de llegar, cayó, se pulverizó la muñeca y se le rompió el codo en varios pedazos. “Me operaron esa misma tarde en el hospital Kaiser, que quedaba cerca. Si no hubiera tenido seguro médico, habría tenido que pagar algo así como 25 mil dólares por la consulta y la cirugía. A pesar de que los efectos de la anestesia me impedían despertar bien a bien, el médico insistió en que me reanimaran continuamente para evitar que pasara la noche en el hospital, lo que incrementaría aún más los costos”.
Fue entonces que se revelaron sus muertos: “En esas horas que pasé entrando y saliendo de un sueño pesado, sin escapatoria alguna, como si me encontrara dentro de una casa tapiada o en el fondo de una noria profunda, balbuceé los nombres de algunos de mis deudos; tal vez pronuncié los nombres de Florentino y Amado, que murieron a inicios del siglo XX”.
“En los breves momentos de lucidez, quise contar sus historias, solo para derrumbarme una vez más en la oscuridad de la amnesia. Florentino, Amado, los dos habían sido enterrados en la sección de fosas comunes de cementerios del norte de México, porque sus padres, mis abuelos, no tuvieron el dinero necesario para pagar por una sepultura particular”, reveló.
Después llegaron las preguntas: “¿Qué significa ser descendiente directa de hombres y mujeres que fueron enterrados en fosas comunes? ¿Cómo honrar sus vidas individuales si al aproximarnos a su última morada sus huesos se confunden con otros huesos? ¿Cómo escuchar las preguntas que nos lanzan en ese montón de susurros que nos llegan, confundidos ya entre tantos otros desde lejos? ¿Será posible contestarlas? ¿Será posible exhumarlos, aunque sea con palabras, y enterrarlos ahora con dignidad?”
En espera de duelo
Walter Benjamin, citó Cristina Rivera Garza, dijo: “Tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza y ese enemigo no ha dejado de vencer”. Para la colegiada, “tal vez nunca como en nuestra época de la desaparición generalizada, cuando la devastación no sólo alcanza a los vivos, sino que se ensaña con particular crueldad contra los muertos haya sido tan certera esta declaración”.
Pero también Juan Rulfo lo dijo a su manera “en esa novela de muertos que es Pedro Páramo: ‘Vamos a estar mucho tiempo enterrados y en ese tiempo pueden pasar tantas cosas, incluso el morir de nueva cuenta, el caer otra vez en las garras de nuevos o viejos asesinos para descubrirse con los huesos triturados o los restos hechos cenizas’”.
Ante esa situación, recordó la colegiada, la académica Christina Sharpe habló de “defender a nuestros muertos” y así rendirles duelo. Sin embargo, cuestionó, “¿cómo llevar a cabo ese duelo cuando no hay nombres o cuando no hay cuerpos o cuando todo lo que queda es un sitio donde se aglomeran un montón de esqueletos confundidos?”.
“¿De qué manera los que encuentran un último refugio en una fosa común nos conmina a continuar en diálogo con ellos, no solo alargando su estancia entre nosotros sino también lanzándole al mundo las preguntas sobre los restos que son, de manera inescapable, preguntas sobre la producción de desaparición, pobreza y muerte?”, agregó.
Rivera Garza señaló después que “la versión burocrática y autoglorificante del Estado mexicano” insiste en que la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas y no Localizadas, órgano descentralizado de la Secretaría de Gobernación de México, que se estableció el 7 de noviembre del 2017, fue resultado de “una iniciativa gubernamental para atender la problemática de las desapariciones forzadas”.
Sin embargo, recordó, “antes y después de esta iniciativa, estuvieron los familiares de las víctimas, especialmente sus madres, esposas, hermanas o amigas que, organizadas en colectivos independientes, se han dado a la tarea de escarbar la tierra. Horadándola con distintos instrumentos caseros, oliéndola de cerca con tal de dar con los restos de sus seres queridos. Y antes de los familiares, estuvieron ellos, uno cerca del otro, entrelazados tal vez en esas fosas comunes que guardan a los más de 100 mil desaparecidos que según los datos del Registro Nacional de Personas Desaparecidas existen en México hoy en día”.
Referenciando a la antropóloga forense y escritora Alexa Hagerty, Rivera Garza afirmó que cuando se exhuma un cadáver, “el encuentro material de los huesos, la identificación que presupone un nombre y con el nombre una historia completa, revitaliza y reanima, como diría Dana Kavelina, tanto a los vivos como a los muertos”.
La colegiada volvió entonces a la tarde de invierno en que se rompió el codo y sus ancestros se fueron revelando: “Recuerdo la luz tan fina y la sensación de que, junto a mí, en el aire que se arremolinaba entre mis cabellos, se entretejían las palabras de esos muertos que hasta ese día yo ignoraba por completo.
“¿Por qué nunca me habían hablado de ellos? ¿Estaban al tanto en mi familia de su existencia? Los pobres dejan poca documentación tras de sí, e incluso, cuando sus trazas aparecen en papeles de registros civiles o cruces fronterizos, la información se tergiversa con facilidad”.
Por ejemplo, “José María Rivera Doñez, el abuelo que no conocí y cuyo árbol genealógico despertó muchas de estas palabras, emergió con hombres ligeramente adulterados a lo largo de los años, conforme se fue acercando al lado mexicano de la frontera entre México y Estados Unidos, donde finalmente pudo establecerse con su familia”.
Un lugar especial destinó a Florentino, el primer hijo de sus abuelos, José María y María Asunción: “Tuve que hacer espacio para Florentino, aquí a mi lado, su nombre, que no sólo fue expulsado del relato nacional, sino incluso del familiar, me condujo a uno de los eventos más significativos en la historia de la resistencia indígena durante la época colonial en San Luis Potosí, y abrió también el ángulo más íntimo de la violencia originaria, que es la pobreza extrema en México”.
“No tenía que haber sido así, me digo, repitiendo las palabras de Alexa Hagerty: ‘Lo que las víctimas de esta multiplicidad de violencia nos enseñan es que el mundo puede y tiene que ser de otra manera’”, concluyó la colegiada.